Monseñor Romero: el papa Francisco lo ha hecho santo

Al igual que me pasara con Ernesto Cardenal, quise buscar desde ángulos parecidos, fuentes de información sobre aproximación histórica en torno a monseñor Oscar Arnulfo Romero. Y quién mejor que alguien que le conoció bien, con quien compartió encuentros y confidencias y así evitar caer en ese concepto tan de actualidad que se da en llamar la post-verdad (la verdad, decía Platón, “es un bien superior”)y no depende de nuestras opiniones que hace no tener tan claro lo que es o no verdad, pues aquella se refiere a la emisión más o menos contrastada, con el objeto de influir en convencimientos a la sociedad. Por tanto, me remito a lo que relata esa fuente: la periodista teóloga y escritora cubana/nicaragüense María López Vigil en su libro Piezas para un Relato (1993), hecho a base de testimonios vividos en primera persona, contados desde que aquel cipote (niño), jugaba a hacer procesiones y que forman parte de la verdad histórica hasta su asesinato.

Cuenta que en una de las visitas que Romero hizo al Vaticano, para buscar apoyo ante las violaciones a los derechos humanos cometidos por el gobierno del Salvador y los escuadrones de la muerte, confesó a la entonces corresponsal en América Latina lo decepcionado que volvió del encuentro con el Papa Juan Pablo II.

Hubo una discusión de tipo político entre monseñor y el Santo Padre: Juan Pablo insistía en la necesidad de llevarse bien con aquel gobierno opresor y corrupto, mientras Romero denunciaba que se estaba masacrando al pueblo, así como presentaba abundantes documentos al Papa informándole lo que estaba ocurriendo y obteniendo respuestas como aquella en la que a la vista de esas carpetas, llegó a tomar actitudes tan nefastas y de todos conocidas –“Monseñor, no tenemos tiempo para leer tantas cosas, no venga aquí con tantos papeles”-. Dice María que en un encuentro con Romero, ya de regreso del Vaticano, le contaba con amargura que después de tantas dificultades para ser recibido “se sintió como hijo maltratado por su padre”. (mi visión personal es que aquellos conflictos distraían la atención del Pontífice, con intereses más cercanos al Báltico).

Aquel sacerdote, en principio neutral y amigo de los ricos, que hizo que los propios militares y oligarcas lo propusieran al Vaticano como obispo, se puso del lado de los pobres que clamaban justicia y vida ante un abismo de dolor y muerte y que redundaría en una masacre en el centro de San Salvador. Un año después, fue asesinado el jesuita Rutilo Grande, y a partir de entonces ya no volvió a ser nunca, aquel sacerdote al servicio de ricos de misa y comunión diaria e interpretación privada de la ley, poniéndose al servicio de los pobres, con un protagonismo cada vez más intolerante a un sistema que ejecutaba campañas de difamación y amenazas o también presiones recibidas de la propia iglesia, aún siendo conocedora de asesinatos de compañeros sacerdotes y que al fin provoca que su nombre ocupe primeros lugares en las listas de los famosos Escuadrones de la Muerte.

Jamás cuidó su seguridad personal, reconociendo, eso sí, que nunca había tenido tanto amor a la vida y tan poca vocación de mártir. Un 24 de marzo, cuando ponía punto final a la homilía, en una misa de difuntos en la capilla de un hospital de cancerosos y ante un puñado de fieles, le fue llegada la hora: un pistolero al servicio de Roberto Aubinssón, fundador del partido Arena, le disparó atravesándole el corazón, cayendo a los pies del altar y entregando su vida al servicio de los pobres.

Estoy seguro de que ya hace mucho tiempo, en una América latina que continúa convulsa, sigue inspirando cambios, sueños y veneración, sin necesidad de consideraciones para hacerlo santo pero sí elevarlo al lugar que siempre debió ocupar y ser suficientemente reconocido (he ahí la rapidez para unos y el silencio para otros).

Un Domingo de Ramos de 1980, los salvadoreños lo despidieron en una ceremonia multitudinaria que fue interrumpida por disparos y bombas arrojadas por los cuerpos de seguridad y que causaron 40 muertos y centenares de heridos. Está enterrado en la catedral de un pobre país de Centroamérica en el olvidado sur y con un tiro en el corazón .Al año siguiente se iniciaría una guerra que duraría doce largos años y es que, después de 20 siglos, el mensaje de Jesús de Nazaret sigue más actual que nunca. Aquel que nos dice cada día “paz a vosotros” también nos interpela a cambiar en favor de “los nadie” y denunciar en su nombre la injusticia y atentados contra la vida.

 

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Leonardo Valladares Domínguez

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